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Abigael Bohórquez: Corazón de naranja

Se envilece la luz. Desciende el relámpago. La muerte sorprende a la ciudad. Abigael Bohórquez en su lecho. El infarto masivo.

Como mueren los poetas. Como mueren los poetas. Y entonces su voz un eco: Cuando ya hube roído pan familiar / untado de abstinencia / y hube bebido agua de fosa séptica / donde orinan las bestias / y robado a hurtadillas / tortilla y sal y huesos / y caminado a pie calles y calles / sin nómina / levantando colillas de cigarros / y hubime detenido en los destazaderos / ladrando como perro sin dueño / suelo al cielo / mirando a los abastecidos…

Noviembre apenas y ya el fin del año un anticipo, el fin del mundo. Porque la orfandad nos arropa si el vate no andará más la ciudad. Si el poeta no vendrá más para desgarrarnos con el desierto y su mirada, con la memoria y el olvido. El vacío. La plenitud. Sus versos:

Cuando ya hube sentido / en pleno vientre el hueco / resquebrajado y yermo / del hontanar vacío / y metido las manos a los bolsillos locos / y aun así, levantando la frágil ayunanza / del alma en claro / me conformo / me he dicho: / Dios asiste, y espero…

Abigael Bohórquez un día regresó del más allá, de Milpa Alta su morada, llegó a Sonora para domarnos con su palabra. A repartir lo aprendido. Hizo de sus amigos una ofrenda, el rito sagrado, la conmoción en la mirada. Aprendimos a quererlo, supimos el valor de sus pies sobre los camellones del bulevar Rodríguez, lo visitamos en su casa, el hogar minúsculo donde cupo la palabra, el corazón de las naranjas agrias, sus manos siempre dispuestas. El tequila y la albahaca.

En su paso por el barrio nos contó de su primer poema balbuceante. Su primera lágrima, la novia que partía. Nos abrió la puerta de su pecho y trazó una raya. De aquí para acá la poesía. De allá, para allá, más allá, los literatíputos, agachones, los erratas, funcionariócratas.

A Abigael le jodieron la calma. En su mezquindad, en su miniatura, los funcionaritos de la cultura, llenos de miedo, vacíos de talento, conspiraron para contra el vate. Pretendieron echarle tierra, no supieron cómo, no pudieron. Pero lo intentaron en un panfleto institucional llamado dónde y cuándo, pagado con recursos del erario. Of course.

Un día Bohórquez los puso en su lugar. Con talento. Veamos. Cito: “Paciente, prudente, continente, he sido hasta la indiferencia para estos madrotos que desde mi llegada a SU zahúrda, siguen como las gallinas de mezquite, cagando el palo. Pero si he podido decir todo lo que amo, puedo decir también todo lo que me asquea frente al paredón de fusilamiento.

“Por tal razón, libertad de amor, libertad de conducta, libertad de expresión, pongo un muro de violines y no precisamente celestiales entre ellos y mi poesía, dije POESÍA, pendejos: piedras refractarias entre su cerebro y mi línea de conducta.

“La poesía continúa su curso, trazando una diagonal sobre sus cadáveres aunque se desgañiten aullando al menor indicio de claridad, pues sus almas sombrías draculeras se aterran de cuanto puede parecerles lo luminoso.” (Fin de cita).

La poesía una granada entre los dientes, el más dulce remanso, latitud de lo que anida en la profundidad del vientre, el dolor más catártico. El inventario preciso en la existencia bohórquiana.

Supo entonces el poeta que lo único que se tiene, cuando ya el oficio de la literatura lo hizo su presa, es la palabra inconclusa, la obsesión de andar para encontrar.

La memoria me remite ahora a ese instante. De cuando abrió la puerta de su cuarto como casa. Para mostrarme el único bien material acumulado. Los libros sobre cajas de madera que rescató de alguna verdulería, las que maquilló con pintura anticorrosiva y edificó como resguardo de lo más preciado.

“Al final del camino esto es lo único que nos queda”, dijo. Los libros. Y sonrió con su mirada en ninguna parte.

Desde ese día, o desde antes, el corazón se le hinchaba en una vena sobre el cuello. Allí los latidos, allí el nivel de intensidad. A todas luces, a la vista de los camaradas, al compás de la madrugada y un lápiz garabateando. Desde ese día con los bolsillos locos. El vaticinio en la continuación de un poema. Cito:

Cuando ya hube saboreado / sexo y carne y entraña / y vendido mi cuerpo en los subastaderos / cuando hube paladeado / boca, lengua, pistilo / y comprado el amor entre vendimiadores / cuando hube devorado / ave y pez y rizoma / y cuadrúpedo y hoja / y sentado a la mesa alba y sofisticada / y dormido en recámara amurallada de oro / y gustado y tactado y haber visto y oído / me conformo me he dicho / Dios asiste. Y camino…

La biografía en versos, la honestidad rabiosa. Abigael desnudo inmerso en un río de orfandad. Su madre, doña Chofi, siempre un volver. Bohórquez dicho una y otra vez con el intestino, con la gracia vital de la poesía. Porque si no lo decía él, poeta de su tiempo y de su hora, se le caería el alma de vergüenza por haberse callado.

Allí en la calle Bernardo Reyes, nombre del general padre de Alfonso, un medio día lo encontraron en su casa. Lo sacaron de su casa. Con el corazón hecho un llano. Al Yoremito que también se llamó Lester en la vida del poeta, le tocó la dicha de hallarlo. Lo miró encima de la cama, arropado porque era noviembre y el frío ya. Sintió entonces el silencio de la muerte. Después me contaría sobre el último rictus en el rostro del caborquense. Estaba sonriendo.

Supimos de facto el privilegio de su nombre en nuestras bocas. Tuvimos la suerte de escuchar sus palabras. La elocuencia dentro de su cuarto. El olor a tequila y café caliente sobre un pebetero de alcohol.

Ese día de cuando el Yoremito encontró a Abigael dormido de infarto masivo, la noticia se convirtió en un marronazo en plena frente. “Esta mañana, a los cincuentaiocho años de edad, dejó de existir el poeta caborquense Abigael Bohórquez”. Lo dijo en la radio. Una voz de mujer. Supimos quienes lo amamos: Jorge Ochoa, Mónica Luna, Ricardo Solís, Ramón Martínez, y un chingo de nombres más, la familia entera san luisina y caborquense, milpaalteña, el universo desierto, supimos el significado de la desolación. Porque el poeta nos enseñó también el significado de la palabra amor.

Y mientras en la Universidad de Sonora, la escuela de letras se llenaba de Abigael dentro de una caja, la ciudad se estremecía otra vez. El viento rugía sobre el camellón del bulevar. Las hojas de los naranjos, el azahar y los pájaros. El viento sugería la continuación del poema que un día el vate escribió. Leo: Por eso, ahora lejos / de lo que fue mi casa / mi solar por treinta años / mi heredad amantísima / mis palomas, mis libros / mis árboles, mi niño / mis perras, mis volcanes / mis quehaceres, la Chofi / sólo escribo a pesares / Dios me asiste / Y confío.

Después la poesía y su trascendencia. Porque implacable se vuelve el verso cuando lo edifica la honestidad, el talento. Bohórquez ahora en otros idiomas, otras latitudes. Abigael visto por la raza, los que llegan a la academia, los que habitan el hábito del buen leer.

 

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