Amo a esas personas que ríen todo el tiempo, sin escándalo pero sin pena: su risa es música del alma. Esas personas que saben lo que es ser prudente, que atestiguan en el dolor y participan en la alegría. Amo a la gente que es bella por su pasión, que no caen en la tentación de volverse víctimas, que encarnan en cada uno de sus actos el significado pleno de la palabra dignidad.
Amo a quienes comprenden lo que es el dolor, que siguen a pesar de todo siempre, que hacen de su vida un auténtico magisterio de vida. Hablo de la gente que no se esconde en los errores ni busca llamar siempre la atención; tienen la hermosa capacidad de estar en paz consigo mismos. No precisan nunca de menospreciar a nadie para saber lo que ellos valen: son, y son simplemente.
Amo a quienes son maestros sin hablar, quienes me enseñan con las manos. Ellos hacen de cada momento un instante de plenitud y confían siempre en que el mañana, pase lo que pase, habrá de ser mejor. Ríen cuando se debe reír, lloran cuando se debe llorar y, sobre todo, trabajan siempre.
Son seres que hacen del amor su propia carne: contra ellos nada puede hacer la muerte.
Ante mis Maestros me siento siempre con el corazón conmovido. Cuando me siento abatido, triste o desmotivado, acudo a la sabiduría de esa gente, abrevo en ella y me reconecto con el poder del espíritu. Mi esperanza es que en el futuro, con trabajo y paciencia, pueda acercarme un poco a ese ideal de la existencia. Entonces, quizás, podré sentir que todo lo vivido, lo luchado y lo sufrido ha valido la pena.
-alx