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Siempre me gustó el sonido de la máquina, la hoja que daba vuelta en el rodillo

Imelda Escalante

Carlos Sánchez

Escribe sobre un escritorio de madera. En su recámara. A cualquier hora. Porque no cree en las musas: “Hay que estar sentaditos, escribiendo, primero el cuento nace en la cabeza, le doy vueltas y así llega un gusto enorme por irlo madurando, porque no siempre sé adónde va”.

Imelda Escalante es agente de fianzas. Su chamba habitual son los números, los acuerdos con sus clientes. No obstante, escribe, desde la infancia.

Justo ahora forma parte del proyecto literario Una novela de diez que imparte el escritor Hugo Medina en coordinación con el Instituto Sonorense de Cultura.

Aquí los argumentos por los cuales Imelda participa en este proyecto. Y demás:

–Imelda, cuéntanos sobre tus razones para participar en Una novela de diez.

–Respondí a la convocatoria del Instituto Sonorense de Cultura para iniciar un proyecto que ha estado pendiente y que responde a la inquietud de incursionar en ese género con un tema que quiero contar desde hace un par de años, pero que ha estado incubándose por muchos más. El taller termina en diciembre y tenemos la fortuna de que nos será asignado un tutor a cada participante.

El tema que abordo lo dejaré en suspenso. Puedo adelantar que es de actualidad, que muchas personas van a poder identificarse con uno u otro personaje. La novela, el avance, se corre ligerita, a veces siento que se va contando sola. La historia está ahí, yo solo la estoy organizando en cada línea.

La experiencia en el taller es de puro ganar. El autor y la historia se retroalimentan en las sesiones donde la crítica de cada participante es una aportación; un ojo que lee, analiza y comenta. Estamos nueve proyectos de diez que iniciamos.

Creo que un taller ayuda mucho para una primera novela y concluye con el borrador de cada obra. Me hace feliz presentar el avance semanal y estar en la sesión de los lunes, que siempre espero con ansias.

–¿De dónde te surge la necesidad de construir literatura?

–Creo que tenemos un responsable, y esto viene de mi padre, de verlo escribir durante toda su vida. Hizo periodismo, fue columnista, editorialista, escribió algunos poemas, también publicó dos libros: uno científico y otro de recopilación de sus trabajos periodísticos. Viene de eso, de ver el oficio, de ver en nuestra casa siempre una máquina de escribir, aquella a la que mi papá le daba vuelta a la cinta con un lápiz, para regresarla.

Siempre me gustó el sonido de la máquina, la hoja que daba vuelta en el rodillo. Eso lo vi siempre en mi casa, y creo que muchas de las cosas que vivía en el día, yo quería escribirlas. Al hacerlo, exageraba e inventaba el final de los relatos, concluidos me parecían dramáticos y era parte de mi mundo: escribir y guardar las hojitas.

Durante la primaria, en cuarto grado, tuve una maestra que me dijo: “Aquí en este salón tengo a una escritora”. Lo dijo por un cuento que escribí. Me quedó grabada esa frase y desde entonces no me pareció mala idea. Escribir es una necesidad que si no desfogo, siento que no vivo. Lo haga bien, o mal, es preciso hacerlo. Sonará exagerado pero así lo siento: yo soy cuando escribo.

–Por un mero acto de justicia, Imelda, te pido me digas el nombre de tu papá.

–Armando Escalante López Portillo. Escribió durante muchos años en El Imparcial, como editorialista, también hacía la columna que firmaba como “El hombre del corbatón”; antes escribió Paralelo 30, otras de sus columnas y los últimos años escribió en el semanario Primera Plana. Nos dedicó a todos sus hijos un poema y en su obra también están algunos cuentos y canciones, entre las que destacan una que escribió para mi mamá y otra dedicada a Hermosillo.

–¿Qué significaba para ti leerlo?

–En la última etapa de su vida era un gran trabajo: ya no podía mandar sus textos por fax, tenía que pasarlos a Word, enviarlos por correo electrónico. Esa parte ya no la dominó y yo le ayudaba. Leerlo era también hacerle observaciones; fue como un maestro, un orgullo leerlo, publicado y antes de publicar. Era una sensación bonita de verlo cómo madrugaba a esperar el golpe del periódico en la puerta para revisar cómo había quedado su texto, si le habían quitado, o corregido algo. Era un apasionado de la escritura, un hombre entregado a su oficio, un devorador de libros de literatura, de ciencia, historia y filosofía, siempre con el ojo crítico en el preciso ángulo que daba sentido a la noticia y leerlo era admirar el conocimiento que tenía de cada tema. Aprendí mucho de él, de verlo cómo empezaba un artículo, cómo lo desarrollaba y cómo concluía; me parecía muy interesante ese proceso.

–Volviendo a tu trabajo, en tus cuentos las anécdotas son densas, descarnadas. ¿Por qué? ¿Cuáles son los objetivos cuando te propones construir una historia?

–Muchas veces el personaje me lleva. Mi objetivo es mostrar el extremo al que puede llegar el ser humano. Necesito que el personaje vaya adonde quiere ir, y antes de eso voy mostrando lo que al personaje le molesta o le hace falta. No lo planeo. Me place provocar, mover al lector, incomodarlo también. A veces me digo: “Dios mío, qué oscuridades estoy escribiendo”, cuando creo que mi vida no es como los cuentos, como los personajes. Creo que a veces los seres humanos llegamos adonde no pensamos que llegaríamos. Hay maldad, hay conductas que lastiman y hacen daño y se distribuyen muchas veces de forma inconsciente, son procesos que no siempre imaginamos.

–¿Qué te ocurre al final de una historia, cuando ya concluiste el texto?, ¿cómo vives ese momento?

–Viene un cansancio y un éxtasis, una felicidad tremenda al mismo tiempo. Una sensación agradable. Para mí, sentir que amarró, que cerró eso, que ya lo dije o lo dijo el personaje, y la historia caminó, es un gusto tan grande que no lo cambio por nada.

 

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