No es paranoia, pero creo, sinceramente creo que nos están volviendo locos. En todo este asunto nosotros somos cómplices de nuestros propios verdugos; quiero decir que lejos de resistir esos intentos de dominación, ponemos de nuestra parte para que nuestra alma y nuestra mente sean conquistadas con mayor facilidad y rapidez. Somos dóciles y estúpidos, como los corderos.
Voy a pedirte que te detengas un momento y pienses en tu vida, en cómo es tu vida, en tus rutinas y en las cosas que haces y deseas, las que sueñas y temes, en todo eso que constituye lo que llamamos nuestra realidad interior. Estoy seguro de que encontrarás un doble denominador común, algo que se encuentra presente siempre: la incertidumbre y el miedo. No es casual: alguien ha diseñado e inoculado en ti esas nefastas emociones.
Todo esto ocurre porque vivimos en un tiempo en el que nuestra vida cotidiana está delimitada por dos condiciones: la rapidez y la heterogeneidad. Nuestra época, hiper tecnificada, propia de eso que algunos teóricos llaman “capitalismo tardío”, tiene como uno de sus principales mecanismos de inducción al consumo el diseño de modas que nos acosan en ciclos de compra cada vez más cortos, lo que implica una mayor ganancia para los comerciantes, es verdad, pero también una mayor ansiedad entre quienes aspiran a la aceptación gracias al uso recurrente de la tarjeta de crédito. Consumen, regurgitan y vuelven a consumir en un sistema demencial que hemos asumido como algo natural: no lo es. No te voy a pedir que te remitas a la infancia, pero, digamos, sí al año 2000. Haz un esfuerzo por recordar la intrusión comercial en esa época, es decir, apenas hace veinte años, y compárala con lo que hoy vemos día a día, en gran parte debido al desarrollo de dispositivos de monitoreo constante, como el teléfono inteligente. Seguro que te quedará claro de lo que voy hablando.
Si la vida diaria ha sido acelerada artificialmente, también ha sido atomizada. La creación de nichos o micro nichos es un imperativo de los mercaderes; todo esto desemboca en una masiva promoción de necesidades a las que nos afiliamos porque vemos en ellas una posibilidad de satisfacción personal; por supuesto que si no las saciamos — nadie puede hacerlo — , vivimos atenazados por un sentimiento de carencia perpetua. Voy a poner un ejemplo; pensemos en los menús de los restaurantes y observemos cómo se han ido expandiendo de manera ridícula, incrementando su número de páginas bajo el argumento de que el cliente merece mayores posibilidades. No es cierto eso, lo que pretenden hacer es sembrar en las personas el deseo de probar más, de estar siempre a la altura de una oferta infinita.
Estamos rodeados de un ruido ensordecedor que nos está enfermando. Se trata de una enfermedad de transmisión virtual (vía wifi), una enfermedad que afecta nuestro sistema nervioso central y lo desquicia: se trata de un virus, si se me permite la expresión, semántico, que nos impide la experiencia de una vida tranquila y, algo mucho más serio, nos imposibilita para pensar con claridad porque estamos aturdidos, agobiados por la perplejidad y el pánico que nos causa este mundo dirigido por dementes.
Pero hay una esperanza, siempre hay una esperanza. Contra la rapidez de los ciclos vertiginosos del turbo capitalismo, la soledad buscada; contra la patológica multiplicidad de las ofertas, la sobriedad cristiana de los ascetas, que ahora, creo, le llaman minimalismo.
Esto de lo que he hablado hoy no es una broma, ni quiere ser una aportación graciosa. No nos equivoquemos, esto es una señal de alerta.
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