Escurre. Baba ominosa que brota del buchi. Cuelga, resbala, cae en el asfalto.
La gallina lejos de su hábitat. La temporada decembrina que es agosto con su nombre en el super mercado, en la mesa de reunión familiar. Los buenos modales y su tradición, la gracia del niño Jesús.
El troque transporta la merca. La exhibe con su olor fétido, el murmullo de un gorjeo tétrico que se entrelaza con el ruido del motor, el claxon, la marcha fúnebre sobre la ciudad. El vaticinio inexorable de una muerte que se avecina.
Desde el pico se escurre la vida. Las muchas gallinas con su incertidumbre. Los polluelos en la granja, a los que solo vieron un par de días, los que nunca jamás volverán al calor de sus alas, la protección desde sus pechos. Al pico que los alimentó en sus primeros pasos.
En pleno boulevard de la ciudad deshabitada. En el semáforo de la Y griega. Dónde la violencia antes dicha en un corrido cobró vigencia y sepultó con un cuerno de chivo al compa Pelón, al Tamarindo, y al Oso Troco. En ese punto adonde la muerte les puso una cita. Y acudieron porque la promesa de hacer crecer el changarro se las dijeron seductora.
En el mismo punto donde la gallina mira a las otras gallinas. Allí quedaron los tres camaradas, que tuvieron su nombre y apellido. En el boulevard de la tragedia.
El compa Pelón anduvo de novio desde muy chavo. Tuvo planes de casarse con la morra, pero un día le dieron baje, porque así son las cosas. El Tamarindo sí, se apaño a una chava del otro barrio, allá contiguo al cerro, juntos hicieron tres chamacos, uno ya andaba en secundaria, traía su bicicleta Torito, le pegaba al balón y llenaba de dieces la boleta. Al Oso Troco según dijeron jamás le movió la panza el olor de ninguna mujer.
Tuvieron la vida hasta que la intromisión del cristal hizo de las suyas. Lo vendían o lo compraban. De allí el bisnes y pa’ arriba como la espuma. Ya tenían su changarro, repartían en parte sur de la ciudad, el control del territorio.
Pero querer más es de humanos, cambiar de nave, mandar al morro a los Estados Unidos pa’ que aprenda inglés.
Dijo un limpiador de vidrios, cuando los familiares fueron a reconocerlos, que el Pelón se cubrió la cara, pero no pudo detener las balas, que al Tamarindo antes de rematarlo le dijeron que sabían que él era el bueno, el que más daño andaba causando por no querer alinearse. El Oso Troco intentó bajarse pero no alcanzó a abrir la puerta, que de frente le gritó al Sicario que no lo hiciera, que tenía hijos.
La gallina escurre baba. Una gota se desprende y cae justamente allí, en el hoyo sobre el asfalto, donde una esquirla perforó el día en que los mataron a los tres.
El Oso Troco se la rifaba con la bicicleta, brincaba guarniciones, trepaba vallas y rompía cercos con los diablos traseros. De morro tuvo muchos sueños que compartió con los morros debajo del poste donde las reuniones nocturnas eran de regla.
Dijo también que de grande andaría en los torneos más chilos de bykers, que ya su tía le había encargado un casco super chilo, que todos los días agarraba cácala en la tivi, en los programas gringos de rampas y escaleras.
Los sueños compartidos del Oso Troco están ahora en una barda del barrio, con su nombre inscrito desde el trazo adolescente de uno de sus primos que lo idolatraba. En memoria del mejor baikero del cerro, dice la placa. Y una cara gorda con una gorra hasta en medio de la frente se dibuja con sonrisa de alguien sin maldad.
Porque el Troco tiraba barrio, hacía paro, baila con madre en las fiestas, brincaba retealto y alcanzaba la canasta. Pero nunca se pasó de verga con nadie. Su primo lo defiende siempre en las conversaciones cotidianas, a medianoche bajo el mismo poste.
El crujir de huesos provoca el ruido general de las gallinas. Una de las cajas resbala, juega a hacer malabares, y da justo en la cabeza de la última gallina, la que en su afán de comprender su situación, asomó la cabeza hacia afuera de la red. Un leve chorro de sangre forma un círculo, similitud de la letra O, en pleno asfalto.
Dicen que antes de echarlo al hoyo, el hijo del Tamarindo cantó la rola de Me refiero a ti. A garganta pelada, con mucho pulmón. El resbalón de lágrimas formó comunidad cuando la pregunta suspendió el canto: ¿Por qué a ti, apá?
Al Tamarindo lo eligieron como la mejor zurda de la liga. En un campeonato regional se llevó el trofeo como mejor goleador, un equipo de segunda división le echó el ojo, pero en esos tiempo ya las monedas le llenaban el bolsillo, la tiendita iba como cuete, el fut pasó a segundo término en su vida. No seas pendejo, le decían los del barrio. Y los morros, ¿tú me los mantienes?, respondía el Tamarindo.
Desciende el chofer del troque. Abre la puerta, revisa, el gorjeo asciende, es un clamor. La gallina que yace a mitad de la red rebota cuando la puerta de la caja se cierra con violencia. Solo fue una, dice el conductor antes de trepar de nuevo. Y se seca el sudor de su frente. De pronto volea hacia abajo, en medio de sus piernas la baba es una gota que lo hace voltear hacia arriba, allí, encuentra el pico beligerante que reniega, que cuestiona.
El Pelón tenía vagancia, desde chavo se la rifó a los madrazos, por eso el Tamarindo lo eligió como guarura. Además porque recién bajaba del gabacho, donde anduvo enlistado en el ejército, donde aprendió cómo cortarle la respiración a un contrincante sin necesidad de usar un arma.
Regresó al barrio por unos cuantos meses. Para ver de nuevo a la jefita, para ver si se encontraba a la morra aquella que un día se le fue con otro. Tenía esperanza de reconciliación, así se lo confió a su camarada el Tamarindo. Qué bueno que vienes, le dijo, a veces baja la morra, última hora pronto te la topas.
Pero fueron más puntuales las balas, se anticiparon sin decir agua va. En el boulevard de la desgracia, donde ahora tres cruces blancas son punto de reunión anual, como celebración de aniversario de muerte, y se hace la pura fiesta, porque los del barrio le ponen rolas y una ofrenda de la santa muerte, porque los papás del Tamarindo y del Oso Troco, llevan una virgencita de Guadalupe. Hay oraciones y remembranzas. La reminiscencia de los niños que fueron.
El troque avanza, un halo fétido llena el boulevard. Desde las gallinas un hilo de baba dibuja sobre el asfalto una línea imborrable, la conducción hacia la muerte. Destino final: el recinto sagrado que es la mesa.