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Prisión, arte y soledad

Corría sin parar, manoteando al viento para evadir a quien lo perseguía. Corría por entre los matorrales del desierto de Caborca, Sonora, ese páramo que Roberto Bolaño nunca visitó pero que hizo de él su locación más entrañable en los Detectives salvajes.

Corría y se bañaba de sudor. Era de noche y tenía como objetivo alejarse lo más posible del lugar donde el rostro bañado en sangre comenzó a brillar, por el reflejo de la luna, por el efecto del proyectil disparado desde su mano derecha. Corría intentado huir de su sombra como un fantasma.

Corría sobre la tierra seca, por ese mismo camino donde el desfile de migrantes que pretenden brincar la frontera es constante. Ese camino donde el día tiene un sol que hiere, y la noche un frío seco que lacera los huesos. Esa vereda donde los muchachos burreros cargan sobre sus espaldas costales con droga a cambio de quinientos dólares.

Casi tres años han pasado desde esa noche en la que por un encargo de la mafia Heriberto Villalobos se inscribió en el padrón de los chavos que matan. “Nomás por demostrarles que yo también podía”.

Al ritmo del viento los árboles danzan. Hay nubes y es la hora de comer. Este es quizá uno de los momentos de mayor placer para Heriberto Villalobos, quien purga una condena de tres años, en una cárcel para menores de Hermosillo, Sonora.

Desde aquí la memoria sobre los días de andar la vida, la calle, el barrio. El acontecimiento que lo trajo a la cárcel, lugar en el que se enteró que existe el arte. Y lo aprende: literatura, pintura, fotografía, música.

Desde aquí la mirada hacia su interior, auscultándose para poner en orden el paso de sus veinte años, para encontrar los motivos que le hicieron regresar al interior de una celda. “Porque ya la había hecho, estuve una primera vez por portación de arma, recuerdo que cuando me fui libre me dije: ya no voy a volver. Y a la verga, no pasaron ni seis meses cuando ya estaba de vuelta, esa es una de las cosas que más me da coraje, por pendejo”.

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Al regresar a prisión volvió a recorrer los mismos caminos. Un tiro para no perder los zapatos; luego adaptarse al horario de comida, conformarse con la ración, mirar cómo se golpean unos con otros, entrarle al quite, defender la dignidad, resistir los embates del pensamiento que lo trasladan al nombre de la chica que espera por él, y lo más doloroso: el nombre de sus hermanos que son tres. Como un plus no menos importante lo hostigan las adversidades de la madre soltera, la lejanía de su ciudad natal para con la ciudad donde vive preso.

“Por eso casi no me cae visita, la jefita le batalla, viene cada que puede y si son dos veces por año me voy de raya. Por eso a quemar cinta en la celda, y sólo ver cómo a los otros morros sí les traen botana, dulces, garra. Pero pos yo me lo busqué, así que aguantar el tiempo, no pedir la bacha, entender y soportar.

“Pero hasta ahorita vengo a pensar, afuera me valía verga, aquí es donde me vengo a dar cuenta todo el daño que hice y me hice, por no catotearla, por pensarla nomás por encimita. Pero andaba recio y como era el más morro y había jerarquía, y pos andando mal yo traía el pensamiento de que si estos vatos pueden, ¿por qué yo no?, y con la mentalidad de pa’ que guachen que no me tiembla, que no ando aquí de barbas, y también nomás por no decir que no”.

Prisión de luz

En la cárcel la solidaridad habita, los presos se protegen, arman sus grupos y defienden el nombre del barrio. En la cárcel existen las rencillas, los rencores, la rabia que provoca el encierro.

Una hora de cancha si te portas bien, algunos días las actividades artísticas, a veces cae trabajo y bajar a la maquiladora es casi un milagro, porque la celda se vacía de la soledad que significan los presos.

Al reincidir, Heriberto llegó a la crujía donde habita un grupo de fieras, de su terreno que es Caborca, los que con la mirada intimidan, los que rompen las normas, los que hacen que las celdas de castigo permanezcan.

Pero un día le llegó la luz, entendió al verse en un pedazo de disco compacto que le sirve como espejo, el ojo morado por un tiro con un compañero de celda, concluyó que los días por venir en prisión era muchos aún.

“Por eso mejor agarré el lápiz y empecé a dibujar a la raza. Luego me apunté al taller de literatura, donde la neta la primera vez que bajé y miré al maestro, un ruco mechudo y con mucha labia, me dije, ¿y este vato de qué la juega?, pero de volada me prendí con las historias que contaba, que leía, de volada le puse atención y neta que desde ese día me prendí de los libros, de la escritura”.

Vinieron luego los premios en concursos de literarios, vino su primer libro en coautoría, (Los días aquí) después su participación en eventos escolares donde interpreta rolas que escribe y musicaliza apoyándose con golpes a la pared, “Para sentir el bajeo, para marcar los tiempos”. También algunas exposiciones de fotografía, la más reciente una colectiva cuyo título es Desde adentro, en el marco de Fotoseptiembre y con la cual recibió mención honorífica.

“Lo más divertido de todo esto fue el paseo, me llevaron a la Casa de la Cultura, un edificio bien grande donde habían fotos bien chilas, de fotógrafos bien pesados. Y un chingo de morritas. También el comandante me disparó los hot dogs, nomás por la alegría de que nosotros los presos participáramos en esa exposición”.

Así los días y la vida. Defenderse contra los embates del tiempo, buscar herramientas para disminuir la soledad en el interior de la cárcel. Seguir en el trazo sobre el papel como una búsqueda del discurso de lo aprendido para luego decirlo a través de cualesquier lenguaje artístico.

Esto es un mural

En el interior de la cárcel, al final del pasillo que colinda con el taller de carpintería, una barda abandonó su desnudez. Un día se vistió de un discurso a base de pinceladas con pintura vinílica, de la más barata. Desde la creación de Heriberto un mural ahora es recreación para la mirada de padres de familia que visitan a sus hijos, incluso es motivo de conversación con los internos.

El título del mural es Paternidad. Cuenta Heriberto que los directivos del centro les pidieron un bosquejo de historia, para un concurso, el tema que más le obsesiona se manifestó a través del lápiz. Su propuesta fue seleccionada, la mejor según el jurado. El premio: una barda para la creación del mural.

“La neta este mural es lo que más me ha gustado de la cárcel, recuerdo que cuando lo estaba haciendo, como en febrero, que hacía ya un chingo de calor, estaba tan enfocado en la pintura que ni lo sentía, me valía verga el sol, el sudor, yo estaba en otra parte, en otra dimensión, la mejor experiencia de mi vida en el encierro es esta pintura.

“Mi jefe nunca estuvo conmigo, lo conocí nomás de barbas, pero nunca fue un vato bien portado. Creo que por eso cuento esta historia en el mural. Y también pienso que haberlo pintado significa que una parte de mí se quedará aquí para siempre, en este lugar que aunque no está muy chilo me ha servido, porque es donde vine a aprender lo que yo creo en la libre no hubiera aprendido, aquí me vine a dar cuenta de todo ese mundo que existe a mi alrededor, de las muchas posibilidades, de saber que sí se hace, que no nomás la vida es ese punto de reunión en el barrio, los alucines de los morros, el querer ser el más chingón nomás porque andas con un fierro tumbando gente o poniéndole a cualquier droga que se te atraviese. A través de ese mural también he podido comprender muchas cosas de la familia, lo que es el padre aunque nunca haya vivido conmigo”.

 En la celda siempre es un chingo de soledad

La prisión es la nueva vida, el encuentro con las palabras, con muchas cosas que no sabía que existían. Lo dice Heriberto cuando ya la urgencia de los alimentos disminuye. Y mientras las nubes cubren el cielo, y los pájaros hacen guarida en los árboles del área de visitas, el novel pintor, escritor, concluye:P1020536

“En la celda me la quemo, y revivo todo el daño que le he hecho a mi jefita, a mis carnales que son lo que más amo en la vida, y que no se los he podido demostrar. En la celda siempre es un chingo de soledad, aunque a veces los morros te sacan de tu mundo, de tu infierno, porque de pronto se ponen a cantar, a bailar, a jugar a la luchas, uno al final del día, o de la noche, cuando entra la madrugada, vuelves a estar completamente solo y es cuando el tiempo se hace más pesado, como que no avanza, pero así me tocó y aquí estoy en la banca, contando los días.

“Las experiencias tristes son un chingo, uno de los momentos tristes que recuerdo es una llamada de mi jefa, que me dijo que andaba batallando, sola, con mis tres carnales, y yo sin poder hacer nada, y tenía un chingo sin verla, como seis meses, y no podía venir a verme, y yo no podía ayudarla, no podía salir de un pinchi cuartito con una bola de cabrones que ni siquiera conozco. Y creo que este mural, los libros que he leído, los textos que he escrito, la fotografía, las canciones, todo eso es como un abono a todo el amor de mi jefita y de mis hermanos, sé que les quedo a deber, pero por lo menos les estoy dando un poco de satisfacción”.

 

La historia de El Borrego

Compone y canta. A ritmo de rap. Cuando los versos quedan listos las manos golpean las paredes de la celda para marcar los tiempos y sentir la similitud de un bajo que suena y se siente en el cuerpo.

Se llama Cristian Preciado Cornejo, le dicen Borrego. Tiene la marca del destino. La cicatriz en la piel. La historia del fuego que atentó contra sus sobrinos. La gasolina se expandió hacia la banqueta, donde estaban los niños, entonces el Borrego metió las manos como compuerta de la llama. Los morritos ilesos, él con heridas de primer grado y una marca perenne en la piel.

La otra marca que le hace mella es la de las rejas, el tiempo, el encierro. Y una más, la que más duele, dice, la de la ausencia de la madre, su madre.

Cristian es originario de Empalme, Sonora, comunidad que vive de la pesca, un pueblo ferrocarrilero que alcanzó su gloria mundial cuando a Charles Chaplin se le ocurrió contraer nupcias con una menor de edad en este municipio.

El Borrego llegó a prisión hace cuatro años, y alcanzó la pena máxima que se le da a un menor por homicidio: cinco años con siete meses. Allí, los otros internos, aprendieron a respetarlo, por su habilidad en los puños, por su mirada que penetra.

Uno, dos, tres, cuatro golpes y los morros para el suelo, sus contrincantes que no dieron pelea. Él para el hoyo, allá donde el frío cala y la luz escasea.

El vuelco de la vida empezó hace cuatro años, un día que andaba bajo los efectos del solvente, también ingirió pastillas, cerveza. Andaba en su ranfla, la que trajo del gabacho después de pasar una temporada trabajando en la pisca.

Se treparon en el Honda con rines niquelados, con sonido de retumbe y fiel. Se tendieron al mirador del puerto que es San Carlos. Habían programado la fiesta, con ritmo de rap, en compañía de las mejores muchachas.

De pronto en el alucine miró a un vato pretendiendo a la chava que él controlaba. Llégale, le dijo. Pero al mirarlos divertirse se le metió el chamuco, la rabia lo cimbró y no paró de golpear a ambos, hasta matarlos. Al Borrego lo levantaron en greña, los de la justicia, porque según dice ni cuenta se dio de lo que hizo.

A sus diecisiete años de edad el Borrego ya se había convertido en padre de tres niños, dos niñas que son gemelas, y de uno más que es varón. Su pareja estaba embarazada cuando lo de los homicidios.

Allí, en la celda de indiciados, después de la fiesta y su desenlace, el Borrego empezó a repasar todas las cosas que hizo las horas antes de llegar a prisión, y hasta el día de hoy asegura que no recuerda con claridad la película que le contaron los policías, lo que dicen que él hizo.

Pero a remar en la mar crecida que es la cárcel. A entender y atender los reglamentos. A fuerza de días en el apando, allá donde sólo una reja pequeña en la celda permite el acceso de la luz. Allá donde la soledad es más que una palabra.

P1020517Cuenta el Borrego que de morro el barrio le guiñó el ojo, y no quiso perderse su significado. Desde morro trepó  a las pangas y se tendió a la mar en compañía de los pescadores, allí conoció el humo del cigarro, el sabor de la mariguana, el sonido de las píldoras entre sus dientes.

Desde esos días, dice, la ausencia de la madre le empezó a carcomer la emoción, a sentir el deseo de mirarla. Pero alguien le dijo que su mamá habitaba una prisión, que ella no volvería pronto, que se conformara con la esposa de su padre que también lo quería mucho, a él.

En la cárcel el Borrego es talachero, los custodios le permiten andar en los pasillos, hacer mandados, tener el control del televisor que permanece en la sala de guardia.

En la prisión el Borrego es el puente entre un preso y otro. Lleva recados, transporta prendas, talonea el agua fresca, hace valer con tortillas de las que sobran de la yegua. Y así.

El ingenio en la palabra, la espontaneidad en su discurso, la alegría que paradójicamente lo llena de nostalgia. El recuerdo, la madre. El tema recurrente en su vida.

“Cómo la ves, loco, ¿me podrías averiguar si aún está viva?”, dijo el Borrego a un compa que fue a visitarlo. Le encargaba que investigara sobre su mamá. Las noticias que obtuvo fueron positivas, a medias, porque según le dijeron que su madre vive en la frontera, que todo bien, pero nada más.

Desde la cárcel el Borrego compone rolas, y las canta, algunas tienen como tema el amor por los hijos, pero las más, hablan de la búsqueda, de la entraña.

Una de las canciones versa sobre una tarde en la que él mismo estaba en un callejón del barrio, y miró como desde un auto descendió una señora, se dirigió hacia él, le pidió cinco gramos de cristal, él la atendió, al momento del pago, cuenta la canción, él vendedor descubrió su rostro, miró fijamente a la doña y le preguntó: ¿no te acuerdas de mí? La señora se dio la media vuelta, no supo qué decir.

Los versos de la rola cuentan que esa doña es la madre del borrego. Y él aclara: “Es la última vez que la miré, y la neta que me saqué de onda, no supe cómo reaccionar, me quedé con un chingo de ganas de pedirle un abrazo”.

Ahora Cristian vive esperando noticias de su madre, también vive con la esperanza puesta en la visita de sus hijos, los cuales llegan a la cárcel muy de vez en cuando.

Por lo pronto limpia el piso de las celdas, reparte la comida, canta las rolas que compone. Prudente observa desde la trinchera el enfrentamiento entre los morros, él ya no se ensucia las manos, porque quiere seguir en el vuelo, entre los pabellones, en la cancha a donde va y patea balones. Como para matar el tiempo mientras le llega la libertad.

 

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