“¿Cómo se nombra a la persona que soy? A la que desentierra vivos y los extrae de la tumba de la indiferencia”.
Esta pregunta está inscrita en un cartel diminuto que rola en el teatro. Mi respuesta ante esta pregunta es que a esa persona se le nombra Aura.
Aura es actriz, pero antes es un ser humano en busca de su identidad. Y también ante esa pregunta que constantemente me hago: ¿para qué sirve el arte? Hoy me respondo: para encontrarse con uno mismo, para aceptarse y hacer más fácil el camino del seguir viviendo.
Esto lo concluyo durante el desarrollo de El rostro de la ausencia, trabajo escénico unipersonal que dirige Irasema Serrano y donde Aura Mascareño le da vida a Aura Mascareño.
Desde que se abre el Teatro, en este caso el Emiliana de Zubeldía de la Universidad de Sonora, los espectadores encontramos la obra en curso. Tercera llamada se da desde antes de entrar. Una ruptura a los convencionalismos, el intento del decir desde otra perspectiva.
Hay un rugir desde el vientre. El estallido de la rabia. Un sonido gutural que es un lamento. Hay la escenografía minimalista, apenas una silla azul, una lámpara que es una bolsa con agua.
Aura se sostiene -me lo confesó unos días antes del estreno- del teatro. Le hace permanecer en la vida.
Y es en el teatro, en el cual tiene muchos años de estudio, investigación, puestas en escena, donde explora su interior. Ese interior que de pronto se convierte en el nuestro, o en el mío, y de pronto hay también un rugido desde mi interior que me permite mutar el nombre Carlos hasta convertirlo en Aura.
Porque las historias de los otros se nos parecen, porque la ausencia también se concreta al mismo rostro que tiene nombre y se llama padre. Padre ausente, distante, desafanado, la crueldad de la negación.
A muchos de los que habitamos la desolación, el móvil de tal es la indiferencia, el desasosiego viene desde la infancia, desde los ojos niños que no miran las manos que deberían de tomar las nuestras como una guía.
Crecer en orfandad, mirar a los sustitutos, abrazarlos con amor sin que esto signifique que se ha resuelto la ausencia de ese vato que te heredó el gen una noche de pasión o deseo. Es la constante mientras dentro, allá en la mente, la emoción, un sonido permea por la distancia y todo eso que uno no alcanza a comprender.
Somos búsqueda porque nacimos instinto. Permanecemos en la vida intentando quitar el velo que nos nebuliza la mirada. De pronto un día Aura toma la realidad en sus manos, se vuelca al hallazgo y tiene como resultado la exposición de la crueldad. La crueldad como una postergación.
Porque en ese hallazgo, la mirada del padre biológico, es una mirada lejana de la honestidad. Las palabras que mienten, la exoneración de su nombre ante la historia. El clavo final a la cruz de todos los días, todos los años.
Y es en el escenario, donde la capacidad de resistencia se vuelca hacia la vulnerabilidad. No habrá entonces otro camino para seguir que el decir con el cuerpo y la voz, lo sentidos, todo esto que es la vida y en ella la presencia inevitable de las ausencias.
Con valentía, Aura la actriz, cumple a cabalidad su compromiso con el FECAS (Fondo Estatal para la Cultura y las Artes), con gallardía dice este es mi nombre, y esto es lo que soy.
Con atino, elige el tema, los temas. Con exactitud nos convoca a mirarnos el interior. Lo hacemos en una conversación encima del escenario. Aura responde las preguntas a partir del morbo, o del afán protagónico de algunos espectadores, esos que se involucraron en el teatro y desean siempre ser los más vistos, los que no desaprovechan ningún instante para vociferar y que todos volteen a mirarlos.
Aura paciente, prudente respondiendo las preguntas serias, también las del afán del protagonismo.
Aura en su monólogo convertido en diálogo. Una lección de cómo transformar los fantasmas que la rondan, en una catarsis compartida.