Voy a hablar por mí -como no puede ser de otra manera- porque necesito comunicarles a todos que tengo la sensación por estos días (que se van volviendo semanas y largos meses) de que el mundo, y cuando digo mundo hablo claramente de occidente, ha caído bajo el dominio de un tirano cruel, infame, invisible: el absurdo. Y no es que esto sea algo nuevo, qué va, lo que sucede es que parece ser que hemos perdido recientemente la última batalla. Es como si al poner la mirada en cualquier parte descubriéramos una realidad inadmisible y trágica poblándolo todo; a veces, no exagero, experimento durante largos momentos del día ese agobio claustrofóbico de las pesadillas. “El mundo se ha roto”, digo, mientras desayuno, compro un libro o cruzo una avenida poblada de automóviles y gente.
Como soy un filósofo frustrado, propendo siempre que se me presenta un problema existencial a indagar en las causas primeras, es decir, en las razones que nos han puesto en tal o cual brete. En lo que concierne al triunfo del absurdo lo tengo muy claro, la raíz del mal consiste en haber perdido una noción metafísica fundamental: el sentido. Al hablar de esta palabra me refiero no a una sino a tres connotaciones: experiencia sensible, razón y rumbo. Hemos perdido las tres.
Somos una sociedad anestesiada, separada del contacto directo de la realidad por la intermediación de las pantallas, esa suplantación bidimensional de la experiencia. Hemos desmontado la razón lógica tras más de medio siglo de combate feroz desde las trincheras de una intelectualidad empeñada en socavar los cimientos de la modernidad. Como consecuencia de lo anterior, estamos ahora a la deriva, incapacitados para proyectarnos como ser social hacia adelante, sin poder arrojarnos a la vida con la esperanza de que el progreso es posible. La enfermedad de nuestro momento es la acedia, la que, por cierto, algunos teólogos han querido identificar como el pecado “imperdonable”, ese que ofende al Espíritu.
El absurdo es el gran tirano de este mundo, el gran déspota que nos aplasta con sus millones de tentáculos y estrategias chapuceras; es muy sencillo comprender esto que digo: dile a alguien que lo que hace no tiene trascendencia ninguna y en ese momento estarás inoculando en su espíritu la semilla de la derrota.
Soy un solo hombre y duraré poco. Mis armas son las palabras, mis libros, mis cátedras y poco más. En lo que respecta a los días que me queden en este hermoso planeta, lo tengo claro: debo combatir con todas mis fuerzas esta nefasta influencia venida de no sé qué oscuro y hediondo agujero. La humanidad puede sobrevivir a todo: crisis económicas, sobrepoblación, cambio climático, pobreza y desigualdad, etcétera. Pero hay algo, una sola condición ante la que somos absolutamente vulnerables como civilización: la pérdida de la esperanza.
Así de grave es todo esto.