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Furgones cargados de cerveza

En su bicicleta. Con piñón y desviador. Tiras de colores prendidas de los cuernos. Lucía desde lejos. Siempre en su bicicleta.
Se llamaba Francisco Romero. Le decíamos Liano. Un día llegó al barrio. Se convirtió en el proveedor de frutas y verduras, en el mecánico casero que reparaba todo tipo de aparatos eléctricos. Aunque en realidad no reparaba nada.

Afanaba a diario para resolver lo de los panes y los peces. En su bicicleta tenía una parrilla, en ella una caja de madera. Cargaba allí lo que encontraba en los contenedores de las tiendas, los lácteos que después, debajo del poste, en la banqueta, consumíamos a cambio de un precio módico.

Éramos los morros del barrio, los siempre dispuestos a cazarlo, verlo llegar para tendernos y encontrar las novedades dentro de esa caja: un plátano a medio servir, un chocolate caduco, las papas fritas siempre eternas y con una mancha en el empaque.

A veces, el Liano, levantaba unos pesos, ya sea limpiando un terreno, vendiendo una pieza de baica, engrasando un motor, haciendo como que sí componía un refrigerador. Y había fiesta. Porque la consecuencia de los pesos se convertía en cerveza. Entonces encendía la radio, Los hermanos Barrón sonaban con fidelidad: Levántate viborón. El Liano perseguía el ritmo de las notas haciendo sonar el cencerro.

“Porque yo sé de esto, antes fui músico, tocaba la batería, allá con Los ruinos de Santa Ana”, decía el señor de pantalones holgados y sonrisa estilo guasón.

Contaba una y otra aventura, el discurso era su fuerte. Convertía a los animales en seres parlanchines, se trepaba a la punta del cielo, abría las tumbas del panteón Yáñez, describía furgones cargados de cerveza. “Todos esos ya me los tomé, por eso ya no tomo”.

Y sí, hubo un día en el que el Liano dejó de tomar. La clausura de las noches de desvelo, programando una y otra vez la misma canción. Adiós a los juramentos en falso. Un día en que la bebida nomás ya no, porque habría de cumplir la promesa para su señora ida.

Desde entonces se dedicó a cultivar los años en la espera del fin. Lo veíamos sonreír, porque de eso estaba hecho, cien por ciento, sonrisa. Y palabras. Muchas palabras.

La última vez que lo miré me sableó para un refresco. Veinte varos y con felicidad. Su discurso otra vez. Intuía la despedida. ¿Sabía que ya nunca más nos habríamos de mirar?
“Güerito, mijo, yo los crié a todos ustedes”. Y hubo tiempo para el abrazo. La celebración de la coca cola debajo del mezquite, ese que ya no está en el umbral de lo que fuera su casa.

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