Inicio Carlos Sánchez El hombre del traje gris

El hombre del traje gris

Lo vi encima del anaquel. El polvo le dibujaba nostalgia. El hombre del traje gris, con letras azules y en realce. Su nombre me remitió de facto al disco de Joaquín Sabina.

Los libros tienen esa generosidad, ese misterio, se te aparecen cuando menos los esperas, o bien, cuando más los necesitas.

Estaba allí, en ese anaquel de metal como parte del inventario de la biblioteca de la cárcel número dos de Hermosillo. La cárcel, ese lugar al que siempre debo regresar. Aunque de pronto tan solo nombrarla me signifique la opresión en el pecho.

Porque siempre dejar a los compas al dar vuelta atrás. Regresar al hábito de la ciudad cargando en la mochila sus miradas, las voces, el historial cuasi interminable de los presos.

Lo tomé como se toma una prenda sagrada, quizá la similitud de una taza de café, tal vez un cigarro en los labios, o el beso urgente de adolescencia. Miré alrededor, para ver que el encargado de la biblioteca, el buen Chino Valencia, no me estuviera mirando. El hombre del traje gris debía liberar los muros de la cárcel, dentro también de mi mochila.

Como los farderos, con la habilidad necesaria, de un tirón el ejemplar entró en resguardo. Caminé con aparente calma y di una palmada en la espalda al Chino. Hablamos un poco de los ejercicios del taller literario, de su libro en ciernes, de la cantidad de libros que cada vez aumentaba en esa biblioteca recientemente fundada.

Los presos con su café, sumergidos en lecturas, sólo atinaron a decir buenos días.

El hombre del traje gris, ese libro firmado por Sloan Wilson, me puso en contacto con la mirada de mi padre, porque precisamente en el disco de sabina habita la rola Quién me ha robado el mes de abril, y es esa canción la que me regresa siempre al día de la muerte de mi padre que también sucedió en abril. Veintiuno.

No recuerdo si su muerte fue de día o de noche, sólo sé que lo miré en su cajón y no pude llorar, porque mi padre siempre ha sido sinónimo de risa. En su más tremendo drama, con el cáncer encima, se burlaba de todo, incluso de sí mismo.

En la mirada sobre su rostro detrás del cristal, dentro del cajón, lo miré también en el recuerdo, con su gabardina, el tando sempiterno sobre su cabeza. El humor fino y ese olor a chocolate que despedía la pipa desde sus labios. Era un galán, era un cabrón.

Empecé la lectura del libro nomás llegar a la ciudad. Veintiún kilómetros separan a la cárcel de la urbe. Sentado en una mesa de café, quizá con el cielo nublado y la vista hacia el cerro, el barrio, me trepé de las páginas propuestas por Sloan.

La segunda guerra mundial, el desfile de soldados, el asesinato por accidente del narrador contra uno de sus compañeros de filas castrenses. Sentir el dolor ante una carta que el soldado muerto dejó como encargo a su asesino, para que de favor la hiciera llegar a su esposa en estado de espera. Tendrían pronto a su primer hijo.

Las balas por los costados. El zumbido del desconcierto. Los parajes más entrañables los describía el escritor, Wilson, a la perfección.

En ese ejercicio voraz, en ese estado de hipnosis que nos sumerge la lectura, no supe en que momento llegué hasta allí: una casa abandonada, el piano viejo y cuyo esqueleto se convirtió en leña para avivar el fuego de la chimenea. Dentro de ese lecho, una historia de amor entre Tom y María.

Tom el narrador de la novela, el soldado. María una joven avecindada en un pueblo que fungía como campo de concentración en un impase de la guerra.

Tom y María que se enamoraron. En no más de dos semanas, describe el narrador, vivieron todos los aniversarios de bodas, habidos y por haber. Tuvieron todos los hijos que desearon. Viajaron una y otra vez, en un barco, en un navío. Todo esto ocurrió dentro de esa casa abandonada.

Ahora cada vez que la vida me oprime, que no es cosa menor ni lejana, vuelvo al recuerdo de la lectura de esa novela. El hombre del traje gris me remite a la esperanza, al saber que unos días bien valen la pena para seguir en este juego que a veces se nos presenta cruel, ante los imposibles, las lejanías, el desasosiego perenne.

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