Comentaba hace algunos días que el problema de los baches en Hermosillo es hiriente y reclama no solo la atención de las autoridades sino el compromiso activo de la gente, como los muchachos del “bachesquad”, de quien también hemos hablado en este espacio. Sin embargo, quiero añadir ahora que el asunto del mantenimiento de la ciudad implica algo más que el compromiso; es necesario que los ciudadanos y los políticos entiendan que en esencia la acción común para mejorar el espacio en que se vive es un asunto de amor.

La ciudad es nuestra casa y una casa sucia es el reflejo de un alma colectiva desorganizada y pobre. La ciudad es lo que es por lo que nosotros somos y hacemos, pero sobre todo y ante todo por lo que nosotros queremos que sea; si se piensa bien, uno entiende que la ciudad es un proyecto, una extensión de nuestros propios sueños y deseos. Ningún ciudadano debería renunciar a este amor y a esta responsabilidad porque si lo hace se está condenando a sí mismo y a su familia a vivir todos los días en un lugar que no le pertenece.

Vivir en un lugar no debería ser un accidente sino el producto de una elección libre. El que ama la casa que habita se afana todos los días para mantenerla limpia, trabaja por renovarla y cambiarla cuantas veces sea necesario; se trata de alguien que usa la imaginación para ordenar los espacios materiales, que son, qué duda cabe, el escenario para que se desenvuelva mejor nuestra existencia. Yo, que soy un cursi incurable, tengo que decir que el camino a la felicidad pasa por una sana y deliciosa integración entre la persona y su espacio.

Cuando los ciudadanos retroceden y se encierran en sus habitaciones, el espacio público es tomado por el poder establecido, por las fuerzas del dinero y el lucro, por los gobernantes canallas que asumen que la ciudad es solo de ellos y que al no encontrar una reacción del pueblo parecen confirmar gracias a la apatía de la gente sus delirios tiránicos. Una ciudadanía empequeñecida y espiritualmente pobre no se da cuenta de que el mundo es suyo, que las plazas son suyas, que las calles y avenidas le pertenecen amorosamente; se trata de gente que vive alienada, ensimismada y confundida mientras los listos de turno andan de un lado para otro “como Pedro por su casa”.

Para mí la democracia es muy simple y cabe en un acto de apropiación del espacio: salir con mis amigos, sentarme en una plaza y saber que este lugar ha de ser mío hasta el último de mis días. ¡Sí señor!

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