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La hermana derrota

Vivimos en tiempos realmente extraños. No, no es esta una aseveración gratuita sino el resultado de una observación detenida de la realidad; nunca como hoy, por citar un ejemplo, se había colocado tanto peso en las espaldas de los más jóvenes. No es extraño que los casos de suicidio entre la gente de menor edad se hayan ido por las nubes en los últimos cincuenta años. Nos estamos volviendo locos todos. Tenemos que hacer algo y tenemos que hacerlo ya.

Yo tengo una teoría y es la siguiente: nos hemos olvidado de la derrota. Le hemos dado la espalda a la realidad y hemos tratado de construir una vida con base en una serie de supuestos muy amables, es verdad, pero lamentablemente falsos: “Si quieres, puedes”, “el cambio solo está en ti”, “construye tu sueño” y alguna que otra frasecilla más. Todo este discurso tiene un objetivo claro y es el de anestesiar nuestra conciencia existencial. La vida no es una carrera de ratas sino una experiencia profunda, cotidiana, dolorosa y dulce, es decir, contradictoria. Nadie puede llamarse a sí mismo un ser humano adulto si no entiende que el suelo común que pisamos los mortales es la derrota, porque todos, como digo, hemos de morir y hemos de ser olvidados para siempre. No solo eso, muchos, casi todos nosotros llegaremos a la tumba con una larga lista de deseos que nunca podremos realizar porque nos fue materialmente imposible hacerlo. Nadie debería sentirse culpable de esto: hagamos lo mejor que podemos siempre, pero sin esperar que por obligación la realidad nos devuelva lo que queremos; vivir consiste muchas veces en sembrar arduamente lo que no habremos de cosechar nunca. Tenemos que hacer las paces con esto si es que queremos que la amargura no termine por arruinarnos el día a día.

La derrota es una maestra que nos enseña nuestra fragilidad, nuestras limitaciones y carencias, nuestra pobreza, en pocas palabras, nuestra humanidad. Yo creo que no existe mejor manera de contener los desplantes de nuestra arrogancia que pensar en todas estas cosas, apostando por un sano realismo que redirija nuestra atención hacia donde más se le necesita, que es en el aquí y el ahora, en las santas y humildes tareas de nuestro día a día.

No quiero que se entienda que estoy promoviendo la apatía o el desinterés; más bien es todo lo contrario: estoy convocando a vivir desde el suelo, donde debemos estar y no en las nubes que nos han enseñado a habitar para escapar de nuestros problemas que no acaban nunca. Decía Juan de Yépez — el santo poeta — que comprender la vida consiste en aceptarla tal cual es, y yo no podría estar más de acuerdo.

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