Inicio Alejandro Ramírez Arballo El valor de la opinión

El valor de la opinión

Me sorprende, de veras me sorprende la rapidez con que las personas, haciendo uso de las redes sociales, están dispuestas a opinar de algo, de lo que sea, sin que exista vacilación alguna: es como si tuvieran un comentario siempre listo para cualquier escenario que se presente. Bueno, uno podría decir que lo que la gente dice en las redes sociales tiene poca repercusión y no deja de ser un mero desahogo; pero el caso es que los periodistas, sobre todo en los medios electrónicos, tienden a repetir ese esquema, apoyándose constantemente en las mismas redes y en su propia inventiva o reacción: hacen de una cámara o un micrófono un sustituto del Twitter o del Facebook. Evaden el ir a fondo y se quedan en esa muy cómoda superficie que sin duda alguna es el decir algo sin tener que comprometerse a justificar lo que se ha dicho con evidencia concreta, es decir, con prudencia y trabajo.

La verdad es que yo creo que nadie, sea periodista o no, debería ceder a la tentación de abrir la boca sin pasar antes por el cerebro. El exceso de opiniones genera una especie de contaminación cognoscitiva, la que se pretende defender desde el muy cuestionable supuesto de que todos tenemos derecho a decir todo lo que queramos todo el tiempo. Me sorprende, de veras lo digo, la absoluta falta de autocrítica y de mesura. Claro está, existen también personas que hablan no tanto por torpeza sino por perversión, porque se encuentran afiliados a tales o cuales nombres propios del poder político.

El caso más reciente de cacofonía mediática es el de la llegada de UBER a Hermosillo, situación que ocasionó un revuelo que a mí me parece exagerado, pero sobre todo plagado de prejuicios, lagunas de información y abierta estupidez; pareciera que a muchas personas les da pereza corroborar tal o cual información, lo que en la mayoría de las ocasiones se encuentra al alcance de un click.

Me encantaría que todos fuéramos censores de nosotros mismos, lo que no quiere decir que tengamos que dejar de decir lo que queremos decir sino que para decirlo debemos pensarlo primero, debemos saber si añade valor a la discusión, si es algo justificable o necesario. Actuar así es encarnar un ideal de higiene mental y discursiva que mucha falta nos hace. Quien no sabe lo que dice y aún así lo dice está abonando a un estado de confusión y delirio generales, es decir, se está comportando como un involuntario terrorista de la palabra.

Cuidar lo que se dice es no añadir dolor ni ruido a este mundo nuestro.

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