Óleo de una mujer con sombrero se nos propone como la apertura del telón. El pincel de una obra de arte que se construye durante la noche de viernes, en el interior del Teatro de la Ciudad de Casa de la Cultura de Sonora.
Pancho Jaime es músico desde siempre. Nubia Melina Jaime, su hija, también. La vida que es generosa se les asoma de pronto con la sorpresa de ser y hacer equipo.
Juntos, y acompañados de una pléyade magnánima de instrumentistas, brindan como celebración de un año más de ese recinto para la cultura, un tributo al gran Silvio Rodríguez, trovador por excelencia, poeta implacable e influencia de muchas generaciones que trovan.
Durante el desarrollo del concierto, Pancho Jaime atisba a la memoria. Cuenta la existencia de su hermano Luis, quien nunca miente, quien habla con su madre muerta, quien desde su generosidad abraza por siempre al ser que se ama.
Y conversar con ella sobre su tumba. La primera mentira es una rola en honor a Luis, ese ser supremo que mira lo que nosotros no podemos mirar. Aquí debería yo reseñar que los arreglos de esta rola: ¡ufa! ¿Pero cómo lo digo?
La historia o las historias que Pancho Jaime intercala entre una y otra canción, se convierte también en la pronunciación de la poética espontánea, esa que emerge de la inocencia, la que no se pretende pero es. El subconsciente se manifiesta y ante el rasgueo de la guitarra, el sonido del chelo, la puntual presencia de los tenábaris que también son notas, el concierto se llena de verosimilitud.
Cuán maravilloso y plausible se vuelve la honestidad, cuando el espectador puede ver al ser humano que comparte con transparencia dosis fundamentales de su existencia. Escucharlo decir por ejemplo los años de sus hijos niños, la gratitud para con Silvio Rodríguez por permitirle desde la interpretación de sus canciones llevarles el pan a la mesa. Allí es donde una guitarra como oficio cobra mucho más sentido que el romanticismo siempre presente dentro de una rola de amor.
Como espectador uno se inmiscuye en un acontecimiento familiar. No es un concierto común. Acudimos a la reiteración del compromiso social que es la propuesta de Silvio Rodríguez, eso es innegable. Acudimos también a la búsqueda de un estilo propio, porque Pancho Jaime se hace acompañar de sus compañeros (valga la redundancia) de la Orquesta Filarmónica de Sonora, donde ejercen todos el oficio, pero acudimos también a la armonía grupal que luego desencadena en el arreglo por demás auténtico, la vuelta de tuerca o una propuesta diferente para interpretar al trovador cubano.
Dice Pancho Jaime que en una de las canciones quiso proponer arreglos para que ni el mismo Silvio pueda interpretar su versión. Allí se refrenda la búsqueda de la reconstrucción. Debe ser que tanta admiración y gratitud le dan a Pancho la licencia de intervenir a Silvio y su Música.
Vuelvo otra vez a la conexión padre e hijo, cuando al escuchar La maza, luego de ese preámbulo certero de Pancho Jaime donde exalta el homenaje que siempre Silvio le hace a la guitarra como la más perfecta amante celosa, y subrayo la presencia de los tenábaris otra vez, y apunto el tucutú del chelo en las manos de Nubia Jaime, como un detalle fantástico que se aprecia a manera de colofón de una obra maestra, el pincel definitivo para una postal perfecta. Cuanta emoción nos hace sentir en un par de notas repetidas por un instante.
Y así las canciones como un tributo a Silvio que también es un acto de gratitud. Los años aquellos de Pancho con su mochila al hombro, de su ida a la Universidad a estudiar a economía, de cuando se encontró con la poética de Silvio, de cuando dijo de aquí soy y entendió en una rola la tristeza cruel de un país devastado por las balas y que es Chile y al que él también le canta ahora.
“Yo creía en Fidel, yo creía en el Ché. Pero el ser humano es siempre ser humano y es el que siempre miente, el que destruye, al que no le importa nada”, nos dice Pancho en el preámbulo de otra canción emblemática de Silvio. “Bueno, todas las canciones de Silvio son emblemáticas”, nos refrendará durante el concierto.
En un momento las notas de la orquesta se escuchan apenas sugeridas, Pancho muestra la gratitud para con los integrantes, destaca a cada uno de los músicos, con nombre y su instrumento como apellido. Dice que el piloto del concierto es Quinteto Pitic, donde su hija es integrante. Y destaca la colectividad, “Aquí todos somos directores”, aclara.
Así el curso de la propuesta musical, un concierto donde Pancho Jaime nos llevó hasta la cocina, donde nos enteramos de su pasión por la trova, un concierto que también nos mostró la infancia de los hijos, el desvelo por consecuencia, el desvelo también que proveen ahora los nietos.
Y un santa clós que se asoma a la ventana de Nubia y que mira con devoción aunque no haya cumplido su objetivo de entregar juguetes. “No dejó nada”, dirá Nubia. Y luego las risas.
Un concierto emblemático en el cual la elocuencia y la interpretación imbricaron. Un concierto desde la entraña, donde se dice lo que se es, donde la música se nos abalanza como un espejo y encontrarnos en ella.
Ojalá, ojalá, ojalá. Antes de regresar a la ciudad.